16 de junio de 2011

Mi compadre Luis

Yo fui el primero en saber que a Luis lo querían matar.  Ese domingo, como de costumbre, fui a la galería de Rionegro a  tratar de vender  unos bulticos de papa que había sembrado por allá en mi finquita en Abreo. Entré al negocito de don Pepe y me dijo que era mejor que no me volviera a aparecer por esos lados, que a Carlos no le gustaba la idea de que hubiera gente como mi compadre Luis que estuviera ofreciendo una papa de mejor calidad y a un mejor precio, pues le estaba quitando su clientela. Le dije que si el lío no era conmigo, yo podía seguir camellando y negociando en ese sector. Las cosas no eran tan fáciles, pues era bien sabido que Luis y yo éramos amigos y que por tanto, a mí tampoco me querían.

Desde ese día me convertí en mensajero de peticiones por el lado de mi compadre y de desprecio por el de Carlos, quien un tiempo atrás también fue nuestro amigo. Las ganas de taparse en plata lo llevaron a eso, porque es que los tres nos criamos allá en Abreo, los tres salíamos al pueblo a beber hasta caer de la borrachera y los tres fuimos cómplices de nuestras diabluras. Ahora, quién lo creyera, él quería matar a Luis.

En la noche, tras haber hablado con Carlos regresé a la vereda y fui a buscar a mi compadre. ―Luis, usted tiene que salir de acá porque si lo encuentran lo matan ―le dije. Eso no era un chisme, me lo acababa de decir no solo don Pepe, sino también el propio Carlos, al que encontré sentado con sus amigotes y la botella de aguardiente sobre la mesa. Esa tarde, Carlos me advirtió que si veía a Luis, sencillamente le pegaba dos pepazos en la cabeza.

―Cómo así compadre que me van a matar si yo no he hecho nada.
―Usted se le metió en el negocio y le robó los clientes.
―Pero yo tengo una familia por mantener.
―Yo sé y por eso le digo que se tiene que ir con su mujer y con sus hijos pa’ otro lado.
―Compadre yo no tengo pa’ donde irme. Vaya y dígale a él que yo le subo el precio a mis papas, pero que por amor al cielo, no me mate.
―A usted ya le habían advertido que era mejor que abandonara el negocio, pero Luis usted siguió y ahora su vida corre peligro.
―Por favor, hable con él y dígale que me perdone.
―Luis, él no quiere saber nada de usted y si voy, me matan a mí por sapo.
― Usted no me puede dejar morir, vaya y dígale.

Al otro día, no tuve otra alternativa que ir a rogarle a Carlos por la vida de mi compadre. No conseguí sino incrementar el odio de él. Me dijo que Luis ya era hombre muerto. Efectivamente, esa noche a Luis lo sacaron de su finquita, lo metieron por allá en un potrero y no valió ninguna de las súplicas que imagino, debió lanzar. Cinco tiros le dieron fin a su vida.

Unos campesinos de la región lo encontraron ahí tirado, todo ensangrentado. Debido a que a Luis lo conocían tan bien en la vereda, quienes lo encontraron, supieron que se trataba de él y le avisaron a su familia y por ahí derecho a mí.

Hoy en el cementerio le decimos adiós a mi compadre, mientras ese traidor debe de andar riéndose por las calles, llenándose la boca diciendo que el negocio nuevamente es suyo. Por ahora, aquí solo se escucha el dolor de quienes quisimos a Luis: “Ánimas del purgatorio ¿quién las pudiera aliviar? Que Dios las saque de pena y las lleve a descansar”.

Sombra.

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