A Valentina Álvarez.
Viajar no siempre significa dar un paso hacia el futuro, aterrizar en un lugar que no se conocía, pero se ansiaba visitar. No siempre tomamos una ruta con destino a la locura en la que se hacen cosas que jamás creímos posibles o conocemos a alguien que nos sonríe de manera inquieta y nosotros ya creemos tenerlo a nuestros pies. Esas cosas solo suceden de vez en cuando y de cuando en vez también sucede que el viaje es hacia el pasado, a lugares que en algún momento hicieron parte de nuestras vidas. Hay ocasiones en las que tomamos el camino que conduce a cosas que antes hacíamos y a ver personas que ya conocíamos.
Regresar a Cali es devolverme a mis primeros cuatro años de edad, es recorrer las calles en las que aprendí a montar bicicleta e intenté patinar, es escuchar historias de personas que dicen haberme conocido y de otras a quienes no olvido. En Cali se camina al ritmo de la salsa que se escucha en cada esquina. En Cali se respira el olor del chontaduro, del champús y del cholado. Estar en Cali es estar bajo el inclemente sol que deja mi pobre piel roja y no morena como se supone que debería ser.
Cali es sabrosura, es sentarse en una vieja tienda de esquina a tomase unas cuantas cervezas, lo que el cuerpo resista. Allá se baila hasta el amanecer, o hasta el amanecer, gente como yo ve bailar a los demás. Allá se pasa el día en familia o uno se reencuentra con esa parte de la familia que repentinamente un día se alejó. Sí, esta vez no llegué a casa de mi tía como solía hacer. No, en Cali ya hay gente que tiene un mayor vínculo conmigo, está mi hermana y Valentina mi sobrina. Esta vez, Cali también significó escuchar de nuevo la risa que antes era la encargada de sacarme de mis depresiones. Cali significó asombrarme con las travesuras y mentiras que detesto y al mismo tiempo extraño porque vienen de esa pequeña que es histérica como la tía.
Sombra.
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